viernes, 30 de enero de 2009

POE EN LA UNIVERSAL: TRES IMÁGENES


Más adelante dedicaremos detallados reportajes a la "trilogía Poe" de nuestra amadísima Universal, pero tenía que ser incluida en el presente especial de una forma u otra. Para ello nada mejor que una rareza concerniente a cada una de estos tres maravillos films. Ampliando imagen podréis disfrutar de un cartel promocional para los periódicos de la primera adaptación de la productora: "Doble Asesinato en la Calle Morgue" ("Murders In The Rue Morgue") de 1932, momento en el que Bela Lugosi estaba en la cima de su popularidad. En el afiche le vemos compartiendo protagonismo estelar con Sydney Fox, de la cual también se destaca su exitosa última aparición:


De "Satanas" [The Black Cat] (1934), rescatamos una imagen del momento cumbre -el combate Karloff-Lugosi-,autografiada por Lucille Lund, que interpretaba a la esposa de Bela secuestrada por Boris. Su imposible peinado preludió el de Elsa Lanchester en ya sabeís que película. Por cierto, sin duda "The Black Cat" es mi favorita de esta estupenda trilogia. Ninguna de las tres tiene mucho que ver con los relatos originales de Poe (y "Satanas" probablemente es la que menos), pero son una auténtica delicia.


Y para concluir,he aqui un afiche promocional de "El Cuervo" [The Raven], (1935), en el que vemos al reparto al completo, con el amenazante Lugosi en su detestable papel del Dr. Vollin y Karloff siendo, una vez más, el monstruo-víctima.



jueves, 29 de enero de 2009

"EL GATO NEGRO" De Edgar Allan Poe


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


martes, 27 de enero de 2009

"THE RAVEN" (1915) IMÁGENES y "THE FALL OF THE HOUSE OF USHER" (1928) EL CORTO.


Como resumen de lo más granado de Edgar Allan Poe en el cine mudo, aqui tenéis dos rarezas. Primero una galería de capturas de "The Raven", un film biográfico dirigido por Charles Brabin que narra ciertos momentos de la vida del escritor mezclados con algunas imágenes de sus obras. Concretamente una recreación del poema "El Cuervo" es uno de los momentos más bellos del film. En la piel de Poe se mete el actor Henry B. Walthall, que curiosamente ya había interpretado al autor en "La Conciencia Vengadora" de Griffith, por lo que se le acabó conociendo como "la imagen de Poe". El intérprete era un habitual de Griffith y ese mismo año apareció en su polémico film "El Nacimiento de una Nación". Las imágenes son cortesía del blog "The Obscure Hollow" :










Y para acabar con el Poe silente, resulta que el mismo año que Jean Epstein estrenada su versión de "La Caida de la Casa Usher" (1928), que comentamos en la anterior entrada, un cortometraje americano adaptó la misma historia en un bizarro estilo que mezclaba también surrealismo y expresionismo, pero de una forma mucho más salvaje que la versión francesa. La curiosidad que nos ocupa, producida por James Sibley Watson, pertenece al dominio público en la actualidad por lo que podemos disfrutarla en la red. Aqui teneis el corto via You Tube:


Si por un casual diera algún problema, aqui teneis el enlace en Internet Archive, que incluye subtítulos en castellano.

domingo, 25 de enero de 2009

LE CHUTE DE LA MAISON USHER (1928) De Jean Epstein


La arqueología cinematográfica nunca dejará de sorprendernos, sin duda. Hasta dos biografías de Poe encontramos en el periodo silente, una de ellas de larga duración -a la que nos referiremos en una próxima entrada- y la otra de una época tan temprana como ¡1909! Y dirigida por el maestro Griffith, además. De hecho Griffith dirigió poco después "La Conciencia Vengadora", primera gran película en adaptar la obra del genio americano. Aunque en el cine mudo también tenemos adaptaciones de la obra del maestro como “El Escarabajo de Oro”(1910) en Francia o “Los Crímenes de la Calle Morgue”(1914) en América.

Pero podemos decir que "Le Chute de la Maison Usher" es la primera gran versión, en ambiciones y resultados, del que quizás sea el más famoso cuento de Poe. Resulta curioso descubrir en los albores del cine y en una cinematografía tan poco dada al tema como la francesa, una adaptación a la vez fiel y rupturista de la “La Caida de la Casa Usher” llena de simbolismo, magia y poesía visual. Un clásico silente que ha pasado de la categoría de oscura rareza a tener cada vez más adeptos entre los aficionados a Poe y al cine en general; y el cual es por supuesto es uno de los puntos de búsqueda comunes para los exploradores del horror fílmico, a pesar de que el realizador Jean Epstein nos ofrece una historia más emparentada con la alegoría dramática –y filosófica- que con el terror en sí mismo.


El estrambótico realizador que nos ocupa –todo un bohemio de primeros del siglo XX-, tras una serie de innovadores documentales y experimentos con la cámara, decidió llevar a la pantalla esta personalísima visión de “…La Casa Usher” contando con un presupuesto limitado, pero al que se le saca un partido realmente estupendo. Los decorados enormes, ominosos y siniestros de la mansión, provocan en el espectador un escalofrío existencialista y dibujan un tapiz más allá de la cordura que resulta lleno de intranquilidad y muy acorde con el espíritu del relato. Los modernos experimentos con el cine que el gran compatriota de Epstein, Abel Gance, había comenzado a explotar en pantalla grande –vertiginosos virados, superposición de imágenes…-, fueron una inspiración para la obra de Epstein, el cual mezcló estas nuevas técnicas cinematográficas con su primera y mayor influencia, el expresionismo alemán. Por ello tenemos una casa Usher oscura pero a la vez luminosa, llena de claroscuros pero también de pequeñas iluminaciones que dejan claro la pequeñez de los personajes y lo enorme de sus pasiones. En un entorno de naturaleza salvaje que, al más puro estilo romántico, refleja lo que ocurre en el interior de los personajes en un tono surrealista que sin duda fue aportado por el habitual ayudante de cámara de Epstein: un tal Luis Buñuel. El futuro gran director deja aquí su impronta en ciertos detalles oníricos del guión y sobre todo en algunas soluciones visuales llenas de impacto como la superposición de velas de candelabro sobre la imagen del entierro de Madeleine. Sin embargo, parece ser que algunas desavenencias entre ambos hicieron que Buñuel abandonara el barco cuando el rodaje aun no había concluido.

Los actores están todos espléndidos, empezando por un soberbio Jean Deboucourt llevando el peso de la trama en el papel de Roderick Usher en una interpretación muy moderna. Alejada de los histrionismos que a veces encontramos en el cine mudo y centrada en un rostro que deja traslucir la angustia del personaje a la perfección. En cuanto a la pobre Madeleine Usher, aquí es interpretada por Margeurite Gance, esposa del gran realizador Abel Gance, antes mencionado, y sus apariciones lánguidas o terroríficas –según el segmento-, son algunos de los momentos más inolvidables de la película.

En cuanto a dicho guión, nos encontramos ante un antecedente de las adaptaciones ”Poeianas” de Corman, en el sentido de que Epstein mezcla varias historias del escritor americano para alargar el film –que pese a ello no dura mucho más de una hora-. A pesar de que la espina dorsal es, en efecto, la historia de Roderick Usher (en mi opinión uno de los relatos más adaptables de Poe), tenemos también elementos de la genial “Ligeia” y, sobre todo, de “El Retrato Ovalado”. En ese relato teníamos a un pintor que pintaba a su dama de una forma tan vívida, capturando de tal forma su esencia en el retrato, que la chica acababa muriendo. Es la excusa que usa Epstein para la enfermedad y aparente muerte de Madeleine -que por cierto, aquí es la mujer de Roderick y no su hermana, esquivando el subtexto incestuoso-, de paso analizando la pintura como algo que representa la vida y a la vez la fagocita a mayor gloria del arte. ¿Una auto-reflexión sobre el naciente cinematógrafo? La dirección artística del film es también de mucho mérito. Esas hojas caidas que se arrastran por la mansión, junto a esos “travellings” que recorren los retratos de los vetustos miembros de la estirpe Usher y detalles geniales como la presencia “viva” de Madeleine en el retrato no hacen sino acercar al film más al movimiento “avant-garde” antes que al terror. Pero los fanáticos de lo macabro también tenemos mucho que disfrutar, con los planos del funeral, la siniestra oscuridad en los recovecos de la mansión Usher y, por supuesto, el momento álgido de la aparición de la muerta enterrada en vida. A pesar de que un inesperado final feliz traiciona un poco el espíritu de la obra de Poe y de la adaptación de Epstein misma.


jueves, 22 de enero de 2009

POE: WHRIGHTSON ILUSTRA.

Antes de entrar en materia sobre el cine "poeiano", aqui os dejo unas imágenes magníficas de Bernie Wrightson -uno de mis dibujantes favoritos-, que ilustran algunos de los mejores relatos del señor Edgar y que son, para mi, las más fieles y espectaculares interpretaciones de dichos relatos. Ampliénlas a golpe de ratón y disfruten del envolvente viaje:

EL BARRIL DE AMONTILLADO


UN DESCENSO AL MAELSTRÖM


LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA



LOS CRIMENES DE LA CALLE MORGUE


EL POZO Y EL PÉNDULO


EL GATO NEGRO


EL ENTIERRO PREMATURO


EL CORAZÓN DELATOR

martes, 20 de enero de 2009

POE: ESCRITOR, POETA DE LUZ Y CREADOR DE TINIEBLAS


Repasar de forma detallada la vida y obra de Edgar Allan Poe sería algo reiterativo, habiendo tantas páginas en la web a tiro de "Google" que sin duda serían más exhaustivas que yo en el tema, pero sí quiero hacer una breve introducción a este monográfico contando algunos avatares de la existencia del autor y compartir un poco mi percepción sobre su obra. Como todos sabéis, la vida de Edgar Allan Poe no fue precisamente fácil. Más doloroso en su caso, al ser un hombre con un talento que nunca fue del todo apreciado más que en algunos círculos de su época. Especialmente por la venta de sus relatos más famosos y, sobre todo, de “El Cuervo”, un poema que siempre le pedían que recitara en los eventos sociales a los que acudía. Sin embargo, sus fracasados matrimonios y la presión psicológica que sintió desde pequeño debido a tener que recibir asistencia económica de su mentor –que progresivamente se volvió más despegado de aquel joven al que un día dio su apoyo-, le llevaron a sufrir una continua serie de choques emocionales y la falta de bonanza económica que le acabarían haciendo caer en las redes del alcohol. No hay que exagerar –como se suele hacer- cargando las tintas sobre la relación de Poe con la botella, pues también tuvo periodos de fértil creación literaria en los que el alcohol (su “demonio de la perversidad”) estaba más que aplacado. Pero es cierto que una serie de tragedias marcadas por el abandono y la enfermedad, le llevaron a refugiarse en ocasiones en el escapismo mental. En cuanto a sus trágicos amoríos, es inevitable referirse a su matrimonio con Virginia Clemm, su prima de 13 años. Una relación que se ha tratado con frecuencia como una unión inmoral propia de un creador de pesadillas oscuras como Poe, pero que en la época era algo bastante habitual. Y al fin y al cabo, el pesar que la trágica muerte de Virginia por tuberculosis provocó en el ya dañado ánimo del escritor le llevarían a la recaída en la botella y en ultima instancia a la muerte, prueba inequívoca de la genuina pasión que sentía por ella.

Es curioso que un esteta y visionario de “jardines de luz” como él, que comenzó escribiendo poesía al estilo Byron antes de desarrollar su propia voz –armoniosa y espiritual-, acabara convertido en el padre del relato macabro, del suspense infeccioso. De una prosa directa y enferma, llena de detalles mórbidos que incluso él lamentaba a veces (declaró que antes de presentar “Berenice”, uno de sus primeros cuentos publicados, dudó de ello porque “se acercaba al límite del buen gusto”), y que sin embargo se leen con el ritmo y color que tendría uno de sus poemas. Con una narrativa llena de detalles recargados a veces, y afilada y directa en otros casos. Siempre moderna y nunca aburrida. Sus cuentos de terror pueden leerse y releerse infinidad de veces, y además de servir como divertimento, todos poseen un hálito profundo que nos evoca lo malsano de la enfermedad, el lado más oscuro de la existencia, las obsesiones mortales y el eco de la tumba. Todo un tratado del dolor, el amor y el odio en todas sus más variadas formas, ya que a pesar de alguna repetición de esquemas que no dura más de dos o tres relatos, todos los cuentos de Poe son diferentes y nada monótonos.

Lo cual tampoco debe sorprendernos en un autor que definió el cuento de terror moderno -trabajando desde las leyendas negras del folklore americano que absorvió en su infancia- a la vez que nos legó un corpus poético lleno de melancolía y exaltación espiritual. Pero no contento con eso, Poe también creó la novela detectivesca moderna, con Auguste Dupin, el primer detective analítico y recurrente (aparece en tres relatos) y con características que después heredarían sus más grandes vástagos, caso de Sherlock Holmes o Hercules Poirot. De ahi pasaríamos a sus cuentos sobrenaturales en los que coqueteó con el tema de la locura -el inmortal "La Caida de la Casa Usher", o "El Corazón Delator"-, la reencarnación macabra -"Morella"-, la necrofília -"La caja oblonga", la venganza -"Hop-Frog", -, su habitual recurso de la amada durmiente o ya fallecida "Ligeia", "Leonora"- y tantos otros estudios sobre la psicología del hombre. Renovadores y originalísimos para una época quizás no tan preparada para estos asaltos a la paz espiritual del hombre.

Una fértil imaginación que nos ha legado una de las obras más duraderas de la historia de la literatura mundial. La cual ha inspirado al cine desde su nacimiento, como iremos viendo en sucesivas entregas de este “mes Poe”.


viernes, 16 de enero de 2009

PROXIMAMENTE EN HAUNTED HOUSE.....


Inauguramos un especial dedicado a Edgar Allan Poe que probablemente dure lo que queda de mes. ¿A que es debido? Pues a que en este enero –concretamente el lunes próximo- se cumplen la friolera de 200 años del nacimiento de uno de los mejores y más influyentes escritores de la literatura universal. Y si acotamos a lo particular y nos centramos en el género de terror, podríamos decir que estamos ante el mejor y más influyente de la historia. Continua referencia para sucesivas generaciones y autor de una obra que se sigue leyendo en la actualidad tal y como si se hubiera compuesto hace pocos meses. Dedicaremos entradas a algunas famosas adaptaciones clásicas de su obra, además de algunas rarezas, junto a artículos sobre el escritor, ilustraciones relacionadas y algún relato completo –que no por sobradamente conocido va a dejar de hacer su aparición aquí a modo de homenaje-. Hace tiempo además que deseo convertir Haunted House en un blog sobre el terror clásico “en todas sus formas”, así que a partir de aquí hablaremos también sobre literatura clásica (comic incluido) relacionados con el género, sin por supuesto dejar de lado el cine, que seguirá siendo lo que predomine. Así que nada mejor para comenzar esta etapa, un poco más literaria de nuestro blog que con el padre de lo que hoy conocemos como HORROR en mayúsculas. Así que a partir del 19 de enero –fecha del aniversario, como decíamos- comienza el especial dedicado al genio nacido en Boston.

lunes, 12 de enero de 2009

LA MARCA DEL VAMPIRO [Mark Of The Vampire] (1935) De Tod Browning


Continuamos con el remake de la anterior "London After Midnight". Al amparo del éxito de ”Drácula” y con ánimo de conseguir una importante suma de dividendos la Metro Goldwyn Mayer reunió de nuevo a Tod Browning y a Bela Lugosi en un proyecto de horror vampírico, cinco años después del bombazo que habían conseguido con “Drácula”, el film inaugural del terror en el cine americano. Cambiaron los nombres de los personajes y algunos detalles de la trama, pero la historia es en esencia la misma que los afortunados espectadores de “La Casa del Horror” habían disfrutado siete años antes. Ya un film de Browning y Chaney había sido objeto de un remake anteriormente ("The Unholy Three") solo que en ese caso el director de la segunda versión fue Jack Conway.
La misteriosa aparición de un vampiro y su hija en el castillo de un remoto pueblo de Europa tiene aterrorizada a la comunidad. El Conde Mora (Lugosi en el papel que mejor sabía hacer) y su hija Luna (la fascinante Carroll Borland, a la que dedicamos este especial hace algunos meses) son conectados con el asesinato años atrás de un famoso hacendado de la zona. El inspector Neumann (Lionel Atwill, en otro papel de los que podía hacer dormido) y el Profesor Zelen (Lyonel Barrymore haciendo las veces de Van Helsing) investigan el asunto con la ayuda de una joven afectada por el ataque de los vampiros (Jean Hersholt, la típica víctima). Pero nada es lo que parece y el sorprendente final pondrá las cosas en su sitio.

Es una joyita de aire decadente y con ese amor por el detallismo macabro de Browning que deja buen sabor de boca, a pesar de que durante todo el metraje es imposible sustraerse a la sensación de “deja vu” que hace que parezca que estemos viendo un remake de “Drácula” en lugar de “London After Midnight”. Pueblo europeo con lugareños supersticiosos que entregan cruces a los extranjeros, vampiro que sale de noche atacando a una chica indefensa a la que va poco a poco debilitando, un petimetre novio de la chica que no cree en los chupasangres, un profesor anciano y afable experto en ocultismo que se enfrentará a la amenaza, etc… Pero la trama se sustenta por esos detalles atípicos tan logrados (la sugerencia lésbica de los ataques de Luna hacia el personaje de Hersholt) y el cómico final sorpresa que deja lugar incluso para la autoparodia en el caso del Sr. Lugosi, que según dicen no estaba muy contento con la explicación racional del desenlace, pero que imprimió un genial sello de humor a su última intervención en la cinta. Otras escenas de gran calado son las concernientes a las apariciones de la Borland en su inquetante papel, especialmente la escena en la que la vemos volando con unas enormes alas de murciélago -y que como sabéis adorna la cabecera de este blog-. Este momento requirió que la actriz fuera izada con una barra metálica adherida a su cuello y espalda, y costó unas tres semanas conseguir que el efecto resultara creible.

Por desgracia, gran parte de la culpa del resultado final se explica debido a que la cinta sufrió censura y su metraje fue reducido de 75 a 60 minutos, parece ser que para aligerar la sugerencia incestuosa que Browning había establecido entre el Conde Mora y su hija. La historia oculta que nos escamoteó el tijeretazo, concierne al origen sobrenatural de la transformación de los dos vampiros. La idea era que Mora y Luna tuvieron relaciones incestuosas -o al menos lo pretendieron- y eso provocó la maldición que sobrevino tras sus muertes, después de que Mora matara a su hija y después se suicidara. Cuando la Metro obligó a Browning a borrar toda referencia a esta malsana relación entre familiares, mucha gente se pregunta el origen de esa extraña cicatriz sangrante que luce Lugosi en la sien, sin saber que es el agujero del disparo que se practicó el mismo a consecuencia de sus actos. El caso es que las primeras copias listadas en los primeros pases aseguran que la versión original duraba 80 minutos, lo cual justificaría el hecho de que algunos actores listados no aparezcan en la copia final, habiendo sido sus personajes completamente eliminados.

En definitiva una película entretenida, quizás no tan magnífica como cabría esperar viendo sus artífices, pero cuyas posibles carencias son perdonadas debido a que el estudio no dejó a Browing libertad para hacer lo que realmente deseaba -las mareas estaban un poco revueltas tras el fracaso y escándalo provocado por "La Parada de los Monstruos"-. Y así y todo resulta un film muy satisfactorio en lineas generales, y yo opino que el anticlimático final es perfecto como colofón a la parodia.

martes, 6 de enero de 2009

LA CASA DEL HORROR [London After Midnight] (1927) De Tod Browning


Nos encontramos ante el santo grial de las películas mudas perdidas. Ahora que hace unos meses surgieron unos curiosos rumores sobre la aparición de la mítica "London After Midnight" en algún ignoto rincón del sur de America -sin pruebas, como de costumbre-, es bueno recordar algunos de los factores conocidos e historias bizarras sobre esta deseada cinta. Nada menos que una intriga detectivesca con toques de horror dirigida por los dos máximos impulsores del género de terror cinematográfico: Lon Chaney, uno de los mejores actores de la historia del cine y Tod Browning, el director de fenómenos siniestros y atmósferas enrarecidas.

El título original era "The Hypnotist", y así se ve en algunos carteles de avance. La trama nos presentaba al inspector Edward Burke (Chaney), el cual elabora una complicada pantomíma en una mansión aristocrática para desenmascarar al asesino de un rico hacendado. Se disfraza de vampiro y aprovechándose del miedo y lá superstición, desenmascara al asesino mediante hipnosis. Se supone que bajo los efectos de la misma, el culpable reconstruirá lo que hizo el día del crimen y se desvelará a si mismo. El detalle del disfraz no lo descubrimos hasta el final, porque durante toda la película suponemos que el vampiro (y su supesta hija, la cadavérica Luna) son reales. Al final, capturado el asesino, se nos desvela toda la tramoya teatral que ha conseguido engañar al culpable.

El director y su estrella

Es posible que los toques vampíricos incluidos en la historia, se debieran al reciente éxito en Broadway de la versión teatral de "Drácula", y resulta curioso descubrir hoy en día, que esta fue tan solo la segunda película de la historia en incluir el vampirismo como parte principal de la trama -siendo la primera, obviamente, la famosísima "Nosferatu"-. La popularidad de la cinta fue también notoria, y se dice que fue exhibida numerosas veces ese año, aunque los críticos no fueron unánimes en los parabienes, pues algunos comentaron que a pesar de un arranque prometedor la película se desinflaba en su tramo final. Y eso a pesar de destacar la magnífica interpretación de Chaney, cuyo papel "vampírico" añadía un toque bastante siniestro a lo que en un principio era un enredo de intriga sin demasiadas pretensions. Otra de las curiosidades de la proyección de este film, es el hecho de que posiblemente fue una de las primeras películas (si no la primera) en ir acompañada por una banda sonora grabada en disco, en lugar del habitual acompañamiento musical. Fue estrenada el mismo año que "El Cantor de Jazz", primera película sonora, por lo que los estudios comenzaban a probar otras vías sonoras para hacer más atractivas sus producciones.

¿Por qué no podemos disfrutar hoy en día de este filme? Habría que echarle la culpa a la precaria calidad del celuloide primitivo y a una mala organización de los almacenes en los que los estudios archivaban su material. Hay incontables películas perdidas, pero esta es especialmente deseada por ser una colaboración inédita entre dos maestros como Chaney y Browning (autores de ocho obras maestras tenebrosas entre 1925 y 1928). La productora no conservaba el negativo de rodaje. Según parece el último registro fiable de su existencia consta en un inventario de la Metro Goldwyn Meyer de 1965, donde se informa de que se encuentra una copia en el almacen número siete de esos estudios. Por desgracia, dicho almacen ardió en 1967, perdiendose el rastro de la única copia que quedaba.

Por supuesto el status de esta película perdida es de completa leyenda. El coleccionista de memorabilia fantástica Forrest J. Ackerman -al que hace poco homenajeamos por su reciente fallecimiento- fué uno de los pocos privilegiados que pudieron verla de jóvenes y aseguró que era una obra maestra. Se dice que Chaney deformó sus ojos con alambres para tener el aspecto del vampiro (por cierto homenajeado por Tim Burton en el Pingüino de su "Batman Vuelve"). Por lo visto el personaje de Chaney provocó un asesinato real. Un loco llamado Robert Williams se sintió poseido por el vampiro de "London After Midnight" y mató a una criada irlandesa. Hubo relatos en los años setenta de que copias de un video pirata de la película circulaban por algunos círculos. Y por supuesto se sigue rumoreando hoy en día que algunos coleccionistas privilegiados tienen copias en su poder y nunca las entregaran para no perder una rareza tan buscada.


En fin, actualmente solo nos queda una reconstrucción a base de fotografías del film editada en DVD en América y comentada por el historiador Rick Schmidlin. Pero al final, la mejor opción para hacernos una idea de como era esta pelicula es visionar "La Marca del Vampiro", su remake, también dirigido por Browning y con protagonismo de Bela Lugosi, que muchos de los que vieron la obra perdida, aseguran que la supera. Hablaremos de ella en una próxima entrada.